Cada mañana la encontraba en el parque, al lado derecho de la entrada. Se despertaba siempre temprano y me esperaba; yo la saludaba con la mejor de las sonrisas. Estaba tan acostumbrado a nuestra amistad diaria, que no me percaté de que estaba muriendo. “No te vayas”, le dije; pero no me escuchó, o fingió no hacerlo. Al final de la semana ya había muerto completamente. No soporté la idea de dejarla allí, así que la arranqué y la metí en mi mochila, para luego llevarla a casa.
Etiquetas:
100 días de relatos